Psicología y psicoterapias cognitivas. Psicología positiva. Autoayuda. Investigaciones. Opinión. Neurociencias.

Personalidad Tipo A

| 30/7/07
Sanchez, R. (2006). Parte II del artículo: "El papel de la personalidad en los trastornos isquémicos-cardiovasculares" En Factores psicológicos y trastornos isquémicos cardiovasculares. Urquijo, S. (comp). Editorial UNMdP, Mar del Plata (en prensa).

En 1959 dos cardiólogos de San Francisco, Estados Unidos, Meyer Friedman y Ray Rosenman, en un intento por determinar cuales eran los rasgos de personalidad de personas que habían sido afectados por un infarto de miocardio, observaron la existencia de un intenso deseo de tener éxito y una competitividad elevada. Entonces, propusieron un conjunto de características de comportamiento para intentar describir la forma en la que estos pacientes se comportaban. A este conjunto de características lo denominaron “patrón de conductas tipo A” (PCTA) y se caracteriza, entre otras cosas, por:

- un esfuerzo intenso y mantenido hacia el logro de objetivos autoseleccionados y, por lo general, pobremente definidos;
- una elevada inclinación hacia la competitividad;
- el deseo de reconocimiento y prestigio;
- una baja tolerancia a la frustración;
- una constante implicación en diversas actividades que, generalmente, exceden la disponibilidad de tiempo del sujeto;
- impaciencia acentuada;
- una marcada tendencia a la respuesta hostil;
- un extraordinario nivel de alerta física y mental.

Los trastornos cardiovasculares se presentaron con una frecuencia siete veces mayor en este grupo comparado tanto con otro grupo conformado con sujetos con características opuestas (personalidad Tipo B) cuanto con otro grupo, que actuó como control, conformado por personas desempleadas, con ansiedad e inseguridad crónicas (personalidad tipo C).

Desde los trabajos pioneros de Friedman y Rosenman existe interés por el PCTA, interés que se incrementó después del Western Collaborative Group Study (Rosenman y otros 1975) que reportó que el PCTA se asoció con un aumento del doble en el riesgo de contraer TIC y de cinco veces de sufrir infarto de miocardio, después de un seguimiento de 8 años y medio. En este estudio, 257 participantes, de sexo masculino, de 39 a 59 años de edad, fueron seguidos por períodos de 8 o 9 años. El PCTA se relacionó fuertemente con la incidencia de TIC en esta población, y esta relación no se podría explicar por la asociación entre el patrón de conducta y ninguno de los factores tradicionales predictores de riesgo por sí solos ni por cualquier combinación de ellos. Según estos trabajos, el PCTA constituye un factor de riesgo independiente en el surgimiento y desarrollo de las TIC, tan significativo como los factores de riesgo biológicos.

Las personas con una personalidad Tipo A, en términos generales, privilegian en su vida la sobre implicación con su trabajo o profesión y esa sobre implicación se expresa en algunas o todas las características anteriormente citadas (esfuerzo intenso y mantenido hacia el logro de objetivos, elevada competitividad, etc.). Estas conductas se complementan con el descuido de otras áreas de su vida.
Al estudiar el PCTA desde una perspectiva psicológica, se debe atender a tres aspectos (del Pino, 1998): 1) las disposiciones personales permanentes, 2) los desafíos y demandas que emanan de los distintos ambientes en que viven las personas y 3) las conductas o reacciones actuales que se manifiestan cuando los desafíos o demandas activan las disposiciones existentes.

Las disposiciones permanentes, a su vez, pueden concebirse como más o menos consolidadas. En el primer caso se entendería que no necesitan de determinantes ambientales para manifestarse y que las personas con estas características actuarían regularmente conforme al estilo propio de los tipos A. En estos casos podríamos asimilarlas a rasgos de personalidad que se manifiestan, generalmente, con independencia de las situaciones que viven las personas. Si se conciben como menos consolidadas, serían asimilables a estilos de afrontamiento. Friedman y Rosenman, inicialmente, parecen concebirlas de forma más consolidada (Friedman y Rosenman, 1974). Posteriormente, Rosenman las concebiría, como un estilo de comportamiento que se muestra de forma regular en función, no sólo de determinantes personales, sino que precisa para su manifestación determinadas situaciones o contextos (del Pino, 1998).

Respecto a los desafíos y demandas que emanan de los distintos ambientes cabe señalar que los contextos que elicitan el PCTA no han sido precisados en detalle, son muy variados, y difíciles de determinar. Esto explicaría porque no se han tomado en consideración a la hora de evaluar y tratar el PCTA. De todas maneras, cabe destacarse que el patrón de conducta tipo A, es aceptado, cuando no estimulado, por el contexto social. Esto es, las personas con PCTA reciben validación social por su forma de ser. Rosenman, en particular, ha insistido en que el modo de vida occidental da lugar a un contexto especialmente elicitador del PCTA. De hecho, los estudios realizados con personas que no participan del estilo de vida occidental han mostrado una presencia menor del PCTA (del Pino, 1998).

En 1974, en una de sus últimas publicaciones en conjunto, Friedman y Rosenman definían el patrón de conducta Tipo A como un complejo acción-emoción que puede observarse en cualquier persona que está envuelta agresivamente en una lucha crónica, incesante, para conseguir cada vez más en menos tiempo, aún contra las fuerzas opuestas de otras cosas o personas, si es necesario. Los autores entendían que el Tipo A no es un trastorno psicológico sino una suerte de reacción que surge cuando ciertas características de personalidad de una persona se enfrentan a ciertos estímulos ambientales específicos.

Posteriormente, Rosenman y Friedman comenzarían a trabajar por separado adoptando posiciones en ciertos sentidos diferentes.

Rosenman (1990) mantuvo una concepción más fiel a la original del PCTA; lo define como un complejo acción-emoción que comprende:

a. disposiciones conductuales (como ambición, agresividad, competitividad o impaciencia),
b. conductas específicas (como tensión muscular, estado de alerta, o un ritmo de actividad acelerado) y
c. respuestas emocionales (como irritación, hostilidad o un elevado potencial para la ira).

Más recientemente, Rosenman (1996) sostuvo que una elevada ansiedad, profundamente arraigada y disimulada es, a menudo, el principal factor subyacente en la relación entre la enfermedad coronaria y el PCTA. Del mismo modo, considera que el estrés percibido puede tomarse como equivalente a la ansiedad.

Anteriormente, Friedman (1989) también había postulado la relación entre el PCTA y el estrés. Friedman y Booth-Kewley (1987) ya habían reportado hallazgos que indicaban que la ansiedad, la depresión, o ambos, se relacionan con los trastornos cardiovasculares, independientemente del PCTA, aunque sus efectos pueden sumarse a los de éste. Más recientemente, Williams y otros (2002) encontraron que la ansiedad rasgo se asociaba con un incremento en el riesgo de sufrir un infarto.

Entre los componentes del PCTA, Rosenman (1991) concede importancia a la competitividad. Esta actuaría como mediadora entre las conductas tipo A manifiestas y la ansiedad encubierta.

Por su parte, Friedman (1996) considera que el PCTA se caracteriza por dos componentes: encubiertos y manifiestos. Los componentes encubiertos, los cuales serían responsables del inicio y mantenimiento del PCTA, son una inseguridad intrínseca y/o una baja autoestima. Estas características tienen su origen en la temprana infancia y, previsiblemente, pueden activarse por la ausencia de expresión de afecto y admiración por parte de ambos padres, al menos desde la percepción de la persona que desarrollará este patrón de conducta. El principal componente manifiesto, observado con más frecuencia en las personas que presentan el PCTA, es el sentido de la urgencia del tiempo o impaciencia. La urgencia del tiempo, cuando es muy intensa, genera y mantiene un sentido crónico de irritación o exasperación. El segundo componente emocional manifiesto del PCTA es una hostilidad flotante. Esta designación está dando cuenta de una hostilidad ubicua en lo que hace a su aparición y trivial respecto a los incidentes que pueden evocarla.

Más allá de la cuestión de matices que mereció el PCTA por parte de distintos investigadores, por muchos años, la investigación cardiovascular se enfocó exclusivamente sobre este patrón de conducta y los avances en los tratamientos fueron minúsculos (Lesperance y Frasure-Smith, 1996). Si bien el PCTA siguió recibiendo atención en diversos estudios realizados en los últimos años que sostienen la asociación entre la personalidad tipo A y las enfermedades cardiovasculares (Kawachi y otros, 1998; Kim y otros, 1998; Munakata y otros, 1999; Coelho y otros, 1999; Carinci y otros, 1997; del Pino y otros, 1992; del Pino y otros, 1990), tal asociación también ha sido cuestionada por numerosas investigaciones que reportaron que no había correlación entre el patrón de conducta tipo A y el riesgo de sufrir enfermedades cardiovasculares (Rozanski, Blumenthal y Kaplan, 1999; Espnes y Opdahl, 1999; Schroeder y otros, 2000; Myrtek, 2001; Friedman y otros, 2001).

La pérdida de consistencia evidenciada en diferentes investigaciones ha puesto en duda la robustez del PCTA como síndrome clínico. Se han sugerido algunas potenciales causales de esta discrepancia. Por ejemplo, el apoyo social parece ser una potencial variable de confusión. Además, se sospecha que no todos los componentes del Tipo A son patógenos, lo que llevó a los investigadores a examinar esos distintos componentes (Rozanski, Blumenthal y Kaplan, 1999) La hostilidad, uno de los principales componentes del patrón de conducta Tipo A y al que Rosenman (1991) ha concedido gran importancia, recibió una considerable atención como un elemento potencialmente “tóxico” de este constructo de la personalidad. La hostilidad es un amplio constructo psicológico, que engloba orientaciones negativas hacia las relaciones interpersonales, e incluye rasgos tales como cólera, cinismo, y desconfianza (Rozanski, Blumenthal y Kaplan, 1999).

Otros trabajos, han profundizado sobre otros componentes del PCTA, como la preocupación por la estima social y laboral (del Pino y otros, 1997; del Pino Pérez y otros, 1992) o la competitividad y la rapidez - impaciencia (del Pino Pérez y otros, 1997; del Pino Pérez y otros, 1992; del Pino Pérez, y otros, 1990), tal como son medidas por la Escala de Bortner y la Escala tipo A de Framingham. En un trabajo reciente sobre la efectividad del tratamiento cognitivo – conductual para el PCTA, surge una reducción significativa del componente rapidez – impaciencia, en un estudio de seguimiento a dos años, en el grupo que recibió tratamiento respecto al grupo de control (del Pino, Gaos, Dorta, García, 2004).

Sumado a lo anterior, investigaciones recientes han propuesto un nuevo tipo de personalidad como relacionada con el riesgo de contraer trastornos isquémicos cardiovasculares (Lesperance y Frasure-Smith, 1996). Un grupo de investigadores de Bélgica han sugerido que la personalidad "Tipo D" puede ser una influencia importante en el desarrollo de las enfermedades cardiovasculares y asociarse con una mayor frecuencia de las mismas (Denollet y Brutsaert, 1998; Denollet y otros, 1996; Denollet, Sys y Brutsaert, 1995).

Personalidad, temperamento y sociedad

| 17/7/07
Parte V (y final) del artículo: "Personalidad, temperamento y sociedad"
Roberto Oscar Sanchez.
Lic. en Psicología, Especialista en Docencia Universitaria Psicoterapeuta Centro de Asistencia Psicológica Mar del Plata, Profesor Seminario de Orientación Trastornos de la Personalidad, Universidad Nacional de Mar del Plata Profesor Teorías de la Personalidad, Universidad Atlántida Argentina Miembro del Grupo de Investigación en Psicología Cognitiva y Educacional, UNMdP
En “Violencia, personalidad y sociedad”. G. González Ramella (comp.), Editorial Akadia, Buenos Aires, pág. 233-260, 2007.

4 Tal como los criterios diagnósticos del DSM.

La evidencia existente parece demostrar sin lugar a mayores dudas que existe un componente biológico en la personalidad, en parte heredado y en parte debido a condiciones prenatales. Ese componente biológico de alguna manera se complementa con el aspecto social de la personalidad, que se aprende en la interacción con los otros, en especial en el núcleo familiar. En principio podría decirse que todos, quien mas y quien menos, tenemos ciertas disposiciones biológicas desadaptativas de personalidad. El contexto social en el que nos toque desempeñarnos será el que determine, en última instancia, si esas disposiciones se expresarán en forma de rasgos desadaptativos o, en el peor de los casos, de un TP, o si, por el contrario, se amortiguarán para dar lugar a una personalidad sana. Por tanto, los aspectos biológicos quedan en un segundo plano ya que serán los aspectos sociales los que encausen la personalidad hacia un lado u otro. Aún condiciones iniciales muy patológicas pueden ser moderadas en sociedades estables y que ofrezcan oportunidades a sus miembros e, inversamente, condiciones iniciales favorables pueden ser desviadas a estilos patológicos en sociedades injustas e inestables. Dado que la personalidad se terminaría de constituir (o construir) en el entramado social, fácil es advertir que su estabilidad y coherencia sean difíciles de lograr en contextos contradictorios o inseguros. Ahora bien, reconocer la influencia de las condiciones sociales en los resultados de la vida, ¿hace que la responsabilidad personal sea inaplicable? Las personas no eligen ni seleccionan sus rasgos de personalidad, aunque la mayoría considera que han elegido o han gobernado sus trayectos de vida (Widiger, 2006). Este prometedor desvío de este relato nos alejaría del camino que estamos recorriendo por lo que no será abordado en esta oportunidad (véase por ejemplo Froufe, 2005).

Diversos autores han estudiado el impacto de la sociedad posmoderna sobre la prevalencia de los TP (véase, por ejemplo, Pérez Urdaniz y otros, 2001), llegando a la conclusión de que la posmodernidad ha producido una ruptura social, dando lugar a una sociedad menos estable que favorece el desarrollo de TP y de psicopatología en general. Muchas de las condiciones de la sociedad posmoderna han sido asociadas a características propias de una personalidad patológica. En el caso que nos interesa, cabría preguntarse, por ejemplo, cuanto de la impulsividad o del desprecio por el otro, propio de personas agresivas y violentas, es fruto del individualismo que fomenta esta sociedad. La impulsividad no contenida socialmente lleva a un aumento de conductas antisociales. Los cambios sociales conllevan cambios en la personalidad en lo que hace a su capacidad de facilitarnos la adaptación, el ajuste al medio, como sostenía Allport en su definición. Cuanto más cambiantes sean las condiciones sociales más exigida se verá la personalidad en la procura de dicha adaptación, y cualquier rigidez en la personalidad podrá derivar en rasgos desadaptativos o en un TP. Un gran número de personas con algún problema de ajuste en su personalidad, problema que puede expresarse, por ejemplo, con conductas agresivas o violentas, podrían funcionar de manera distinta, más adaptativa, en otros contextos sociales.

Millon, hace cerca de cuatro décadas, relacionó sabiamente la personalidad con la ubicación de la persona en el contexto social en la primera formulación de su teoría, el modelo de aprendizaje biosocial (Millon, 1969). Los TP constituirían maneras desadaptativas de relacionarse con los otros. Así el esquizoide quiere mantenerse apartado de los vínculos sociales, el evitativo teme al rechazo de los otros, el dependiente teme perder los vínculos con las personas significativas de su vida, el histriónico necesita llamar la atención de los demás, y cuestiones similares pueden plantearse, mutatis mutandis, respecto a los otros trastornos. Lo que este autor deja bien en claro es que hablar de personalidad implica hablar de relaciones sociales. Si bien como decía Funder (2006) no puede concebirse una situación sin una persona y ésta no puede existir sino en situación, cabría agregar que las situaciones más determinantes al momento de hablar de personalidad son aquellas que incluyen otras personas. Nuestra personalidad es como es ante la presencia de los demás y podría definirse, entonces, como nuestra manera particular de relacionarnos con los otros. La personalidad sana se caracterizaría por un afrontamiento eficaz de los conflictos interpersonales; la personalidad patológica (que es una cuestión de grado, como Millon se encargó de advertir anticipándose también en esto a su época), por el contrario, implicaría algún grado de fricción y de inflexibilidad en la conducta interpersonal.

En definitiva, desde diversos enfoques podemos advertir la importancia de lo social al momento de definir una personalidad. Ya que si bien es cierto que existe cierto componente biológico (estimado entre un 40 y un 60%), también es cierto que existe otro componente más ligado a lo social y a lo aprendido. Y es aquí donde se tornan importantes las teorías cognitivo sociales ya que nos permiten no sólo entender y explicar como se forma una personalidad sino también como se puede proceder para su cambio. Y si bien la investigación en psicología básica no se preocupa por la relevancia social de sus descubrimientos (como sucede en toda disciplina científica), también es cierto que la vertiente tecnológica de la psicología aplica esos conocimientos en diversos campos, y la psicoterapia es la aplicación de los descubrimientos de la psicología en el campo de la salud mental. La psicología actual, cognitiva social, hija de la tradición que va de Kelly a Bandura, pasando por otros tantos autores, tiene en la psicoterapia una buena herramienta que será de mayor utilidad en la medida que veamos a la personalidad como algo que se aprendió en nuestro contexto social y no sólo como la expresión de factores biológicos innatos. Como se pregunta Funder (2006), ¿debemos elegir entre los tres componentes de la tríada de la personalidad y continuar discutiendo (quizás implícitamente) a favor de uno a expensas de los otros? Si la respuesta a esta y a otras preguntas relacionadas es “no”, entonces la psicología de la personalidad habrá hecho una contribución útil a la comprensión humana.

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Modelos cognitivo-sociales de personalidad

| 10/7/07
Parte III del artículo: "Personalidad, temperamento y sociedad"
Roberto Oscar Sanchez.
Lic. en Psicología, Especialista en Docencia Universitaria Psicoterapeuta Centro de Asistencia Psicológica Mar del Plata, Profesor Seminario de Orientación Trastornos de la Personalidad, Universidad Nacional de Mar del Plata Profesor Teorías de la Personalidad, Universidad Atlántida Argentina Miembro del Grupo de Investigación en Psicología Cognitiva y Educacional, UNMdP
En “Violencia, personalidad y sociedad”. G. González Ramella (comp.), Editorial Akadia, Buenos Aires, pág. 233-260, 2007.

2.2. Las propuestas cognitivo sociales.
"No existen los hechos, sino sólo las interpretaciones"
Friedrich Nietzsche

Existe otra visión de la personalidad en cierto sentido contrapuesta a la anterior, si bien se está trabajando en ciertos intentos de integración, cuyo análisis excede el marco de este trabajo. Y para hablar de esa otra visión hay que retrotraerse a 1955 y traer a colación un autor no muy recordado y a quien la psicología aún le debe un homenaje que lo sitúe en el panteón de los grandes: George Kelly. Ese año publica una obra señera que adelantaría por casi dos décadas la psicología cognitiva social y el constructivismo. En “La psicología de los constructos personales” Kelly presenta una teoría psicológica de corte cognitivo que pone el centro de atención en como los seres humanos miramos (e interpretamos) al mundo de manera idiosincrásica a través de nuestros constructos personales. Alejado de la corriente teórica dominante de la época, en un contexto científico para nada afín a sus ideas (Skinner había publicado “Ciencia y conducta humana” en 1953 y publicaría “Conducta verbal” en 1957), Kelly propuso un ser humano activo, que percibe, organiza e interpreta su mundo de experiencias a su manera. Y esa construcción personal representa su visión única de la realidad. En su postulado fundamental Kelly afirma que nuestros procesos psicológicos son dirigidos por las formas en que anticipamos los acontecimientos. Mediante nuestros constructos intentamos anticipar las consecuencias de nuestras acciones, al mundo, y a las otras personas. Kelly se refería a la “metáfora prodigiosa” para explicar que las personas, como los científicos, tenemos construcciones de la realidad que funcionan como hipótesis. A medida que ganamos experiencia, nuestra comprensión de la realidad mejora de la misma manera que la ciencia va mejorando su comprensión del mundo. Y esta búsqueda de una mayor comprensión se explica por la tendencia del hombre a preferir un conocimiento personal del mundo antes que la felicidad garantizada desde el exterior (Kelly, 1966). Esto es, el ser humano es esencialmente activo y constructivo y por tanto no muy sujeto a las leyes que pretenden explicar la conducta a partir de los reforzadores del medio:
…esta tendencia del hombre a desligarse de su biografía y sus refuerzos para lanzarse al futuro aferrándolo con las dos manos nos pone a los científicos en una posición embarazosa. Es como si debiéramos admitir que la naturaleza humana es desorganizada, tras haber defendido ardientemente la proposición (supuestamente) más esencial de la ciencia, "toda la naturaleza sigue un orden" (Kelly, 1966).

Las ideas de Kelly no serían tenidas en cuenta no sólo por el conductismo dominante (obviamente) sino tampoco por la primera psicología cognitiva, la del paradigma del procesamiento de la información, partidaria de la metáfora del hombre como procesador de información, al igual que una computadora. Hubo que esperar a la segunda revolución cognitiva, el enfoque cognitivo social, que con su concepción del hombre como constructor de la realidad mediante su actividad cognitiva en el plano social, recupera la concepción original de Kelly. Mahoney en 1982 sostuvo que junto a los procesos de feedback o retroactivos, los seres humanos utilizamos también procesos de feedforward o proactivos (Fernández Alvarez, 1992). Vale decir que no sólo somos reactivos al medio sino que autorregulamos nuestra propia conducta estructurando sistemas de significado que prefiguran situaciones futuras que no han sucedido aún más que en nuestra mente. Por tanto, nuestro conocimiento es activo, constructivo y anticipatorio. En esta concepción de Mahoney no puede dejar de notarse la huella original que marcó Kelly.

Los acercamientos cognitivo sociales se han ido formando desde las teorías del aprendizaje social a lo largo de las últimas décadas. El modelo no cuenta con un paradigma dominante sino que diversas teorías van llevando adelante distintos aspectos del programa. Según Funder (2001), la profusión de temas revela un grado de desorganización y hasta inmadurez, muy parecido al paradigma de los rasgos antes del advenimiento de los “cinco grandes”. Estas teorías plantean que la personalidad se relaciona con el aprendizaje principalmente en un contexto social (lo social del modelo), y que dicho aprendizaje se realiza a través de una serie de procesos cognitivos o actividades mentales que codifican y transforman los datos que nos llegan del medio (estímulos y contingencias de refuerzo o castigo) (lo cognitivo). En este caso, las variables fundamentales son los procesos cognitivos, las cogniciones, así como los rasgos lo son del modelo homónimo. Con el tiempo, se fueron incorporando los aspectos afectivos, descuidados en las primeras versiones del modelo (Mischel y Shoda, 1995).

Entre los principales autores enrolados en esta corriente, corresponde citarse a Walter Mischel quien en 1968 publica una obra fundamental para esta historia: “Personalidad y Evaluación”. Muy influenciado por Kelly (quien de hecho dirigió su tesis doctoral), Mischel inaugura un movimiento teórico conocido como situacionismo donde sostiene que la mayor parte de la estabilidad o consistencia de las personas a través del tiempo (lo que podría ser considerado como su personalidad) son percibidas, es decir, subjetivas y no objetivas. La conducta es altamente específica y dependiente de la situación: hay conductas diferentes porque las situaciones son diferentes. Los patrones de respuesta observados están vinculados a los estímulos presentes en la situación, únicos determinantes causales de los mismos. En el caso de existir regularidades en la conducta, estás deberán explicarse en función de las regularidades estimulares existentes. Mischel realiza una crítica teórica y metodológica hacia la psicología de los rasgos, iniciando un debate, que si bien tuvo su auge en la década del 70 y comienzos de la del 80 del pasado siglo, aún sigue abierto. La gran diferencia entre Mischel y la teoría del rasgo, es que esta última propone la uniformidad de la conducta a través de las situaciones, mientras que para Mischel la conducta es específica y dependiente de la situación. Para el autor, los rasgos son meros constructos explicativos de la personalidad, pero no entidades que existan en el interior de las personas. A partir de Mischel, entonces, la personalidad pasa a ser entendida desde el punto de vista de la situación más que desde el temperamento, dando así un preponderante lugar a lo social. Lo importante es la interacción que se da entre la personalidad y la situación en la determinación de la conducta. “Interaccionismo” podría considerarse como la primera denominación (hoy en desuso) del modelo cognitivo social; la lógica interaccionista sigue en la base del modelo.

Mischel ha continuado revisando y sistematizando su teoría hasta la actualidad (Mischel, 2004), tratando de entender la invariancia y la consistencia de la personalidad. Su teoría integra variables del aprendizaje cognitivo social dentro de un marco que incluye influencias previamente descuidadas como la cultura y la sociedad y hasta el bagaje genético (Funder, 2001). Las variables personales se consideran como formando un “sistema cognitivo afectivo de la personalidad” (SCAP). El conjunto está formado por constructos de codificación (para categorizar y ordenar el mundo externo e interno), expectativas y creencias (sobre el mundo social, de los resultados que tendrá una conducta en una situación, sobre la propia eficacia), afectos (sentimientos, emociones, respuestas afectivas), metas y valores (resultados deseados e indeseados, proyectos), y competencias y planes de autorregulación (guiones, estrategias para organizar la acción).

Otro aporte al modelo que merece ser citado aquí es el de Julian Rotter, quien postuló fundamentos básicos de la teoría del aprendizaje social. Rotter sostiene que la personalidad es aprendida y que está motivada hacia metas específicas. Las conductas que nos acercan a las metas que anticipamos obtienen mayor refuerzo que otras conductas. El potencial para que ocurra una conducta en una situación específica es función de la expectativa de que esa conducta conducirá a un refuerzo en esa situación y función del valor de ese refuerzo (Rotter, 1975). Por lo tanto, son nuestras expectativas respecto a las consecuencias de nuestro comportamiento las que nos hacen actuar de una manera u otra.

Pero al momento de revisar esta visión de la personalidad no puede dejar de citarse a Albert Bandura, psicólogo canadiense, quien consolida la importancia de la cognición en su relación con la conducta, continuando y avanzando con los desarrollos del programa cognitivo social. Su postulado del determinismo recíproco, según el cual persona, situación y conducta están en mutua interdependencia resultó un fundamental avance para el programa cognitivo (Bandura, 1978). La conducta no es solamente consecuencia o efecto de la personalidad y del ambiente, sino que es también causa de la personalidad y del ambiente que la genera. Aunque los estímulos ambientales influyen en la conducta, factores personales individuales como creencias y expectativas también influyen en la manera en que nos comportamos. Por otro lado, los resultados de nuestra conducta sirven para cambiar el ambiente. Cada uno de los tres sistemas es determinado por los otros dos y, a su vez, los determina. Lo relevante de este aporte de Bandura es que sitúa a la conducta de las personas no sólo en una mera dependencia de rasgos internos o de condiciones ambientales, sino que es la propia persona la que contribuye a las condiciones que luego tendrán influencia en su curso de acción. Esta noción de interacción entre las variables acerca al paradigma cognitivo social con el constructivismo. Es la naturaleza activa del ser humano, su calidad de agente, influido por el medio pero capaz de anteponer sus metas y de autoregularse para tratar de conseguirlas.

Bandura fue ampliando su concepción y a los efectos de este trabajo cabe citar sus aportes acerca del modelamiento o aprendizaje por observación (Bandura, 1977): el aprendizaje puede surgir de la observación de ejemplos o modelos. Para Bandura, la mayor parte del comportamiento humano se aprende a través del ejemplo, ya sea de manera intencional o accidental. En cualquier situación social las personas aprenden lo que deben y lo que no deben hacer por medio de la observación de las conductas de modelos. De esta manera se aprenden los roles sociales en cualquier cultura. Se advierte así como las experiencias sociales contribuyen al desarrollo de la personalidad. A esta altura resultará fácil advertir que la agresión puede ser aprendida mediante la imitación de modelos erróneos. Son ampliamente conocidos los trabajos de Bandura de principios de los 60 donde demostró, mediante un diseño de tipo experimental, que los niños pueden aprender conductas violentas observando a adultos que ejecutan ese tipo de conductas. En su investigación, un grupo de niños observaba a un adulto golpear y patear a un muñeco de juguete. Cuando a esos niños se los dejaba solos con ese muñeco su conducta se ajustaba al modelo que habían presenciado. Se encontró que el grupo experimental fue dos veces más agresivo que el grupo de control (niños que no habían visto maltratar al muñeco). Un detalle interesante es que la conducta agresiva fue la misma en los niños del grupo experimental ya sea que el modelo fuera de la vida real o fueran modelos simbólicos (películas e incluso personajes de caricaturas). Del mismo modo, trabajando con dos grupos de niños unos agresivos y otros no, Bandura encontró que los padres mostraban las mismas características. Tal como lo expresa el novelista James Baldwin quien dijo que “los niños nunca se han distinguido mucho por escuchar a sus mayores, pero nunca han dejado de imitarlos”. Estos trabajos demostraron que tanto los modelos reales cuanto los simbólicos influyen en los observadores, por lo tanto lo que los niños vean en sus padres o, por ejemplo, por televisión (o por Internet) puede tener más efecto que las meras instrucciones verbales. El pensador Lucio Anneo Seneca hace cerca de dos mil años sostuvo que “largo es el camino de la enseñanza a través de teorías, pero corto y eficaz, por medio de ejemplos”. Lo más relevante de estos conceptos de Bandura es que demostró como se pueden aprender conductas sin necesidad de recibir refuerzos, en lo que también se conoció como aprendizaje o condicionamiento vicario.

Bandura comprobó que las conductas violentas observadas por niños de manera gráfica se repiten en su propia conducta de manera real (1969). Las conductas antisociales son tan aprendidas como las conductas prosociales, la diferencia está dada por el modelo que se ha seguido. La personalidad, como se ha dicho, incluye factores ambientales que la determinan. Así, el entorno sociocultural en el que nos movemos tendrá influencia en nuestra personalidad. Los modelos violentos o inadecuados que ofrezca la sociedad, tanto reales cuanto simbólicos, tendrán una fuerte influencia en el desarrollo de la personalidad de los niños más aún si la sociedad se encarga de reforzar el comportamiento de esos modelos.

Existen condiciones que facilitan la situación de modelamiento (Bandura, 1977). Ciertas características de los modelos hacen que la propensión a imitarlos sea mayor. Los modelos que ocupan una posición alta o tienen mucha competencia o poder, son más eficaces para provocar en otros una conducta similar. Del mismo modo, aquellos que más se nos parecen tienen un mayor poder de modelamiento (aunque, como se dijo, observar una caricatura o un dibujo animado tiene mayor influencia que no observar ningún modelo). El modelamiento también depende de las características de los observadores: personas con baja confianza en sí mismas y baja autoestima son más proclives a imitar las conductas de un modelo; y lo que es más importante, una persona que ha sido reforzada por imitar una conducta es más susceptible a la influencia de los modelos. Esto se relaciona con la última condición facilitadora del modelamiento: las consecuencias recompensantes asociadas a la conducta de imitación, que pueden tener un impacto superior a los otras dos condiciones.

Cabe señalar, que en 1973 Bandura publica “Agression: A social learning analyisis” donde demuestra mediante los principios del aprendizaje vicario como se adquieren conductas que afectan negativamente a la sociedad. En su definición de conducta agresiva considera aspectos relevantes como el tipo de conducta, su intensidad, los efectos observados de la misma o las inferencias respecto a las intenciones del actor. Bandura sostuvo que la agresión debe considerarse siempre como una respuesta predominante y natural ante la frustración. Las conductas agresivas o violentas son modeladas y reforzadas por los contactos del individuo con su familia, con la subcultura en que está inmerso y por los modelos simbólicos que muestran los medios de comunicación. Agrega que un déficit en las habilidades sociales necesarias para afrontar aquellas situaciones que nos resultan frustrantes, como la ausencia de estrategias verbales para afrontar el estrés, a menudo conduce a la agresión. Una experiencia aversiva puede facilitar una variedad de comportamientos (la búsqueda de ayuda y apoyo, un mayor esfuerzo en la obtención de logros, la resignación, trastornos psicosomáticos, el intento de sobreponerse a las dificultades, la dependencia, el retraimiento, la apatía o la agresión), de acuerdo con el aprendizaje social del individuo.

Bandura ha continuado con sus trabajos y actualizado su teoría del aprendizaje social (2001) enfocando hacia la autorregulación y a la creencia sobre la autoeficacia, siempre desde la base del determinismo recíproco. Bandura sostiene que la capacidad para ejercer un control sobre la naturaleza y sobre la calidad de la propia vida es la esencia de la humanidad. Las personas somos agentes lo que implica hacer intencionalmente que las cosas sucedan por nuestras propias acciones. La agencia permite a las personas jugar un papel en su autodesarrollo, su adaptación y su autorenovación. Las personas no somos meros espectadores de mecanismos internos dirigidos por sucesos ambientales, somos agentes de nuestra propia experiencia. La mente humana no es meramente reactiva, es generativa, creativa, proactiva y reflexiva.

Respecto de la conducta moral, Bandura (2001) sostiene que una vez que adoptamos un patrón de moralidad, considerando algunas conductas como correctas y otras como incorrectas, mediante auto-sanciones positivas (para las conductas fieles a los patrones personales) y negativas (para las que violentan esos patrones) vamos regulando nuestra conducta moral manteniéndola coherente con nuestros patrones personales. Mediante mecanismos inhibitorios evitamos comportarnos inhumanamente y por mecanismos proactivos mantenemos nuestra conducta humanitaria. Sin embargo, existen mecanismos por los que podemos desvincular nuestras conductas de nuestra conducta moral, ignorando o minimizando los efectos dañinos o desplazando la responsabilidad o deshumanizando a las víctimas, atribuyéndoles cualidades bestiales y culpándolas por atraer el sufrimiento hacia ellos. A través del desenganche selectivo de la agencia moral las personas que se comportan de manera debida y considerada perpetran transgresiones e inhumanidades en otras esferas de su vida. La gente posee el potencial biológico para la agresividad, pero la respuesta a la variación cultural en agresón yace más en lo ideológico que en lo biológico.

En síntesis, puede decirse que así como Kelly primero y Mischel y Rotter después concibieron un ser humano con la capacidad de construir su mundo de experiencias, de planificar sus actos y de comprobar hipótesis respecto a las consecuencias de tales actos, Bandura luego le confirió la capacidad para interpretarse a sí mismo, para darse significado.

Los modelos cognitivos sociales, a los que nos hemos acercado sucintamente, presentan un acercamiento a la personalidad que se caracteriza por proponer un sujeto proactivo; que se autoorganiza y así interpreta a la realidad y a sí mismo; que se construye para poder anticipar el mundo, las consecuencias de sus propias acciones y las reacciones de los demás. El brillante escritor de ciencia ficción Philip K. Dick proféticamente dijo una vez: "...un fenómeno se percibe dentro de la estructura perceptual del que percibe. Mucho de lo que ves al percibirme es una proyección de tu propia mente. Yo tendría otro aspecto totalmente distinto para otro sistema perceptual. Hay tantas visiones del mundo como seres miran en él" (Gestarescala, 1969).

Personalidad: Modelos de rasgos

| 1/7/07
Parte II del artículo: "Personalidad, temperamento y sociedad"
Roberto Oscar Sanchez.
Lic. en Psicología, Especialista en Docencia Universitaria Psicoterapeuta Centro de Asistencia Psicológica Mar del Plata, Profesor Seminario de Orientación Trastornos de la Personalidad, Universidad Nacional de Mar del Plata Profesor Teorías de la Personalidad, Universidad Atlántida Argentina Miembro del Grupo de Investigación en Psicología Cognitiva y Educacional, UNMdP
En “Violencia, personalidad y sociedad”. G. González Ramella (comp.), Editorial Akadia, Buenos Aires, pág. 233-260, 2007.

2. Dos visiones de la personalidad.
2.1. Los modelos de los rasgos.

“Quien con un temperamento flemático es imbécil, sería loco con un temperamento sanguíneo“.
Arthur Schopenhauer

Si bien la psicología de la personalidad tiene una corta historia, tiene también (como decía Ebbinghaus respecto a la psicología) un largo pasado. De esto da cuenta una extensa serie de antecedentes dentro del pensamiento occidental que han contribuido al nacimiento de esta disciplina. A los efectos de este trabajo, nos centraremos entre dichos antecedentes en la tradición griega postulada por Empédocles de los humores y los temperamentos, heredera de la doctrina de los cuatro elementos (aire, fuego, tierra y agua) y sus respectivas características (cálido y húmedo, cálido y seco, frío y seco, y frío y húmedo). Se distinguen cuatro humores en el cuerpo: sangre (procedente del corazón), bilis amarilla (del hígado), bilis negra (del bazo y del estómago), y flema (del cerebro); el equilibrio de estos humores da lugar a un individuo saludable y la preponderancia de uno de ellos dará lugar a cuatro tipos de temperamento. Así, tempranamente en la historia, queda establecida la relación entre la personalidad y sus bases biológicas: personalidad sanguínea (optimista, sociable y animado), colérica (amargado, impulsivo e irritable), melancólica (pesimista, triste y reservado) o flemática (impasible, apático y controlado).

Esta tipología básica es consolidada por Hipócrates y alcanza al mundo romano a través de Galeno. Su influencia domina el pensamiento médico aproximadamente hasta el siglo XVII. En 1575 Juan Huarte de San Juan (patrono de la psicología en España) escribe el ”Examen de ingenios para las Ciencias” donde afirma que es la naturaleza la que determina las diferencias de ingenio o habilidad que se ven en las personas. El texto de Huarte resulta un ensayo de psicología y orientación profesional, basado en un estudio de las aptitudes personales.

M. de Iriarte (1948) en su obra “El doctor Huarte de San Juan y su Examen de Ingenios. Contribución a la historia de la psicología diferencial”, resume la doctrina de Huarte en la siguiente cadena de proposiciones:

A) La experiencia sobre individuos o sobre pueblos nos pone delante el hecho de grandes variantes, ya en la adquisición de las ciencias, ya en el ejercicio de las profesiones.
B) Tal aventamaniento o retraso no depende de la aplicación del sujeto o de las condiciones pedagógicas que la acompañen, sino de algo nativo y originario en el sujeto.
C) Pero la causa no está en el alma de cada individuo, en cuanto discriminada del cuerpo, pues todas son de igual perfección nativa.
D) Luego tales diferencias hay que atribuirlas a las diferencias de temperamentos.
Por lo tanto, es el temperamento, la base biológica, el que dará lugar a los diferentes tipos de personalidades de acuerdo a esta milenaria doctrina.

La introducción de este apartado se fundamenta en que en aquella tradición griega encontramos las raíces de un movimiento teórico que, como sostiene Funder (2001) parece casi ubicuo en la literatura actual. Dicho movimiento resulta de la confluencia de dos tradiciones psicológicas: por un lado, las teorías de los rasgos (originadas en la antigua Grecia y que postulan al rasgo como unidad fundamental de la personalidad), y por otro, los modelos factorialistas (basados en la técnica estadística del análisis factorial para aislar factores comunes, los rasgos, aplicada a la personalidad). Los rasgos se consideran como disposiciones que se expresan en patrones de comportamiento, relativamente estables y consistentes. Para las versiones más débiles los rasgos son como categorías construidas que no implican necesariamente estructuras subyacentes en las personas. Para las versiones más fuertes, los rasgos tienen existencia real de base biológica y genotípica. Este movimiento teórico encuentra en la actualidad su máxima expresión en una versión fuerte: el modelo de los cinco grandes factores de la personalidad, desarrollado por Costa y McCrae junto a un gran número de investigadores (Costa y McCrae, 1999; John y Srivastava, 1999; McCrae y Costa, 1990). Ya desde comienzos de la década del 60 existen líneas de trabajo que, a partir del análisis factorial, postulan la existencia de cinco factores de la personalidad; en 1981 surge el concepto de los “cinco grandes” de la mano de Goldberg quien pretendía señalar así el hecho de que cada uno de los factores englobaba cierto número de rasgos más específicos (John y Srivastava, 1999). Posteriormente, distintas investigaciones corroboraron la existencia de cinco factores o dimensiones como base de la personalidad. Sin embargo, fueron Costa y McCrae quienes lograron integrar las diferentes líneas en un marco teórico unificado. A partir de estos autores (Costa y McCrae 1990), los cinco grandes impactan profundamente en el campo de la psicología en general y de la personalidad en particular.

Los cinco grandes (extroversión-introversión, amabilidad-oposicionismo, responsabilidad-irresponabilidad, neuroticismo-estabilidad emocional y apertura a la experiencia-cerrado a la experiencia), continuadores de las formulaciones de Cattel y del esquema de tres factores de Eysenck, no sólo cuentan con innumerables adhesiones dentro del panorama científico del siglo XXI (si bien se han levantado algunas críticas) sino que además resultan el modelo con el cual se está pensando el sistema clasificatorio dimensional de los trastornos de la personalidad para el DSM-V (o, a estas alturas, quizá para el VI). En efecto, los avances en el modelo dimensional en el que esta embarcada la APA dan cuenta de cinco dominios bipolares principales para entender los TP (Widiger y Simonsen, 2005): extroversión–introversión, oposicionismo–amabilidad, compulsividad–impulsividad, desregulación emocional–estabilidad emocional, y apertura a la experiencia–convencionalismo (aunque sobre este último existe menos evidencia empírica). Como puede advertirse fácilmente, las coincidencias con el modelo de los cinco grandes son notables. La propuesta de la APA, basada en diferentes investigaciones, procura integrar 18 modelos dimensionales alternativos en un único modelo que incluya los aportes y ventajas de cada uno. Según los autores, el funcionamiento de la personalidad parece converger hacia esos cinco (o cuatro) dominios, y esto resulta tanto respecto a la personalidad sana cuanto a la patológica.

En el mismo sentido, Trull (2005) se preocupa por el tema de los puntos de corte, vale decir, a partir de que nivel se puede afirmar que hay suficiente patología como para ofrecer atención clínica. En otras palabras, dado que el funcionamiento de la personalidad se basa en una serie de dominios dimensionales, la pregunta sería hasta que punto los rasgos individuales están indicando una personalidad sana y desde que punto patología o trastorno. El tema resulta complejo ya que implica tanto puntuaciones altas cuanto discapacidad o disfunción. Si un individuo con rasgos extremos no tiene discapacidad o disfunción no cabe hablar de TP (ya que la desviación de la media estadística no necesariamente lleva a un trastorno). Análogamente, si un individuo no muestra rasgos extremos pero sí discapacidad tampoco cabría hablar de TP, ya que dicha discapacidad no sería atribuible a su estilo de personalidad. De cualquier manera, sostiene el autor, resulta necesario establecer los puntos de corte si se piensa en un modelo dimensional, y el método estadístico del desvío standard no parece el más adecuado para establecer patología. Más allá de estas disquisiciones, merece rescatarse el hecho de que la propuesta de la APA busca englobar personalidad normal y patológica (o sea la personalidad) en un mismo modelo, excediendo de esta manera los límites del DSM, o los límites de la psicopatología para entrar en el terreno más amplio de la psicología (de la personalidad).

Para continuar con este análisis, cabe señalarse que la propuesta de la APA tiene un fuerte anclaje en lo biológico. Livesley (2005) examina las posibles contribuciones al desarrollo de un modelo dimensional de los TP de la investigación en genética molecular y en genética de la conducta, precisando que quizá esta última pueda resultar de utilidad para construir una clasificación basada en un modelo dimensional. Según el autor, una propuesta de este tipo sería factible a partir de cierta evidencia como que los factores genéticos tienen una fuerte influencia en los TP, o que las conductas utilizadas para clasificar las diferencias individuales surgen primariamente de influencias genéticas. Por otro lado, existe evidencia de que cerca de un 50% de las diferencias individuales en los rasgos de personalidad se debe a factores genéticos (Bouchard, 1994), mientras que los efectos del entorno quedan relegados a aquellos aspectos conocidos como ambiente no compartido. Así, mientras que la herencia compartida explicaría el parecido familiar, el ambiente no compartido contribuiría a las diferencias entre los miembros de una familia (Plomin y otros, 2002). Sin embargo, Livesley (2005) parece estimar de manera distinta el 50% aproximado debido a influencias genéticas del otro 50% aproximado debido al entorno: explícitamente sostiene que “el entorno no produce nuevas estructuras de personalidad”, por lo que su efecto se reduciría meramente a moldear aquello que ya está determinado desde el nacimiento. No obstante, el autor reconoce que probablemente los criterios ambientales sean útiles al momento de investigar sobre tratamientos, mientras que los criterios genéticos lo sean para la investigación biológica.

En síntesis, puede decirse que la APA, coherentemente con nuevos desarrollos teóricos en psicología de la personalidad desde el modelo de los rasgos, está embarcada en una propuesta dimensional de los TP, que tiene diversos puntos de contacto con el modelo teórico de los “cinco grandes”. La propuesta se basa en cuatro o cinco grandes dominios de la personalidad, se enlaza en un mismo modelo teórico con la personalidad sana, dejando un tanto de lado la pretensión de ateoricidad (pretensión cuestionable tanto por su deseabilidad cuanto por su logro) que siempre tuvo el DSM, y que tiene una orientación marcadamente biologicista.